miércoles, 28 de septiembre de 2011

No “pare de sufrir”

Religión y avaricia no pueden andar de la mano,

pero todo es posible para los impostores.



Por Juan Carlos Lemus

El brasileño Edir Macedo, fundador de la Iglesia Universal del Reino de Dios, IURD, en Rio de Janeiro, es sospechoso de haber blanqueado US$235 millones en donaciones. Además, acusan a su congregación cristiana evangélica de ofrecer falsas promesas de ayuda espiritual a los fieles.

Debido a que es una institución supuestamente religiosa, goza de inmunidad tributaria a la vez que se extiende construyendo templos en todo el mundo. Muchos nos preguntamos si la IURD tiene presencia en el país. Por supuesto que sí. Hemos visto su famoso rótulo “Pare de sufrir” colocado en su sede, el antiguo cine Reforma. Pero aunque ahora estará más visible debido a la acusación en contra de Macedo, justo es que observemos otras probabilidades de esa índole que operan en el país.

Para empezar, un falso templo se levanta con cuatro paredes, unas cuantas láminas y -lo más importante- un cuchumbo para las ofrendas. Los verdaderos cristianos evangélicos y los pastores honorables que lean esto y lo que sigue sabrán que no me refiero a ellos. De hecho, aunque no sea su correligionario, a veces escucho con singular interés sus programas radiales porque valoro cuanto tiene que ver con las cruzadas por la paz que se hacen en este país monstruosamente lastimado; además, conozco a evangélicos que me parecen admirables.

Sentirán odio al leer esto quienes se saben impostores, esos que mañosamente evitan que sus ovejas tomen conciencia de que son esquilmadas. Algunos de ellos han acumulado grandes cantidades de dinero y tienen iglesias con sucursales, guardaespaldas y choferes. Otros operan desde lugares más sencillos que de día son tortillerías y de noche templos. Las ofrendas marcarán su crecimiento.

Construido el cuarto -o el millonario inmueble-, el resto es danza celestial. Contratan a un par de oradores chispudos que leen la Biblia, hacen exégesis de algunos pasajes, ofrecen milagros de diez a once, sanaciones y dones espirituales de doce a una; todo como si mantuvieran encadenado en el patio a un extraño dios a quien sueltan para que saque la tarea. Sus reuniones son un espectáculo dramático. Oran a gritos, con lágrimas histéricas y salivazos. Ofrecen el reino de los cielos y amenazan con las llamas del infierno. Esta es la parte más delicada, pues esos supuestos pastores y sus secuaces drogan con remordimiento a las personas. Así, acumulan riqueza y con insaciable avaricia construyen más negocios de apariencia espiritual, acaso narcoiglesias. Limpian las culpas con agua de dólares, joyas, fajos de quetzales y otros favores tales como servicios gratuitos de limpieza, jardinería o de albañilería.

Habrá quien considere que mi juicio es demasiado severo. Insisto en que hay templos sencillos pero respetables, otros son más lujosos y quizá cumplen con su objetivo evangelizador, todos deben sostenerse con ofrendas, es normal, pero les aseguro que abundan personajes inhumanos, gente feroz y en el fondo violenta a la cual no le interesa que sus seguidores paren de sufrir, antes bien, para ellos el tormento es oro y el miedo es el combustible que lo enciende. Salomón los llama leones rugientes y osos hambrientos. Yo los llamaría de otra manera.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Un Pato Donald militar/ a propósito de los desfiles de la Independencia patria

El Sol cae sobre los rostros morenos. Los tambores retumban como si de verdad fuésemos a la guerra.

Por Juan Carlos Lemus

Más que estudiantes, desfilan hormonas, truenos de percusión y trompetas. Las batonistas danzan haciendo temblar su piel tersa o de naranja. Unas giran, dan un puntapié, lanzan el bastón por el aire y lo cogen al vuelo; luego se doblan casi hasta la sentadilla y dan un brinco que arranca los aplausos del público apretujado.

Marchan en honor a la patria. Algunos visten chaleco y corbatín, como meseros de un crucero, sombreros estilo gánster y guantes blancos. Reinas de belleza, bailarinas en minifalda, muchachas vestidas de aves del paraíso picotean samba, gotean sudor de pies a cabeza dándole al desfile un toque de lujuria. “Todo por Guate”, dice un cartel.

Es entonces cuando aparecen los cadetes de la Escuela Politécnica. Llevan una bandera bien arrugada y sucia. Los sigue una tropa que reacciona al grito de una mujer: “¡Presenten armas!”. Es un grito militar, ciertamente, pero no deja de ser un grito de mujer entre la selva de mosquetones.
Los cadetes no lucen simétricos ni llevan el ritmo exacto. El caitazo que les ha dado reputación es más bien débil y a sus botines les falta betún. Pienso que el Ejército chino ya los habría decapitado. Pero estamos en Guatemala, el 15 de septiembre del 2011, celebrando 190 años de Independencia.

En la banqueta venden agua pura, poporopos, algodones y gelatinas. Una señora grita “¡Peteees. A quetzal los peteeees! (chupetes)”
Otro escuadrón canta una brava letra que dice: “Preparad el ataque coordinado”. Inesperadamente, algo desentona tanto como si en una película de terror de pronto apareciera el osito Bimbo. Exacto. Tras el pelotón viene un soldado disfrazado de osito. ¿Qué diablos hace aquí un osito? Quizás sea del batallón de guardabarrancos, vamos a olvidarlo. Otros cantan con gran coraje el Himno al paracaidista, que dice: “Ay, qué muerte tan sabrosa la que sintió. Y ya nunca más saltó”.

Entre los del Instituto Adolfo V. Hall viene otro osito y ahora un búho… Esto se torna cómico. En otro pelotón, un personaje disfrazado de carrito Jeep del Ejército carga ese vehículo como si fuera Pedro Picapiedra. Es de la Escuela Militar de Aviación. Este desfile adquiere matiz de Huelga de Dolores. Marcha otra escuadra y entre ella, adivine quién, ¡el demonio marino Davy Jones, de Piratas del Caribe! Más disfraces: un buldog y un lobo. Pero dejaron lo mejor de último, un apoteósico cierre con ¡el Pato Donald!; lleva las letras DGF que significan Dirección General de Finanzas del Ejército. Por divertido que sea para los niños, ¿qué hace ese maldito pato desfilando con nuestra brava milicia? Misma que es custodiada por capitanes, coroneles –además de las insignias, se nota que lo son por su barriga y arrogancia- y kaibiles. 

Esto se vuelve cada vez más grotesco, pasa otra ardillita.

Y eso no es todo, oiga esto, la banda de la Escuela de Música del Ejército interpreta, nada más y nada menos que, agárrese bien, Y.M.C.A, un himno de homosexuales, compuesto por el grupo más marica de todo el planeta, el Village People (¿lo recuerda?, aquel de Macho Man). Pasa otro con disfraz de mapamundi, con una cabezota de piñata que es un mundo. Han de ser los de Cartografía. Y a mi lado, la señora sigue gritando “Peteeees”.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Vamos al zoológico/ Època de elecciones presidenciales

LA ERA DEL FAUNO


Por Juan Carlos Lemus

Por estos días, las fieras del zoológico la Aurora están más nerviosas que nunca.

Le ofrezco mi brazo galante para que juntos demos un paseo. Antes de internarnos debo advertirle que no conviene que lleve hoy a sus niños, pues observarían la carroña y las exhibiciones nefandas que practican ante la vista pública tanto los micos como los pericos. Por ejemplo, el babuino, un mono africano de apariencia proletaria que tiene demasiadas crías y el culo bien calloso, babea cual perro mientras refocila encima de una de sus hembras. El 60 por ciento de estos micos son jóvenes; significa que tienen en sus patas el futuro del parque.

Las jirafas —dice un cartel— “se comunican con infrasonidos, por eso creíamos que eran mudas”. En efecto, parecían damas, burguesas bien educadas, pero están tan chifladas como los monos araña.

La tigresa de bengala puede hartarse de una sola vez 85 libras de carne. Ojo con esta bestia, su gula es terrible, no creo que quiera mantenerla ni siquiera un narco. Su amor salvaje lo comparte con un tigre naranja de rayas negras que traga peores cantidades.

El jaguar, la pantera y el puma se mantienen malhumorados y babeantes como drogadictos sin su dosis. El más destartalado y flaco de estos gatos, el jaguarundi, si no tuviera pelos tendría tatuados en el cuerpo unos dedos bien torcidos.

Más allá, vea usted, el señor pizote, un animal al que le llaman el andasolo “porque es de hábitos solitarios”. Tiene ojos achinados, orejas cortas y hocico delgado. Puede comerse un chomín con frutas y verduras en un tris tras. Verdaderamente que anda solo. Pero más loco está el mapache, un cómico animal con antifaz estilo ladrón de la década de 1970.

La cotuza, con los pelos parados por estar rodeada de tantas fieras, se acurruca contra su macho y pareciera que le dice al oído “no te preocupes, mi vida”.

Y el bíblico cabrito de monte, al que “se le ha visto cruzar ríos de más de 300 metros de ancho”, alcanza grandes velocidades cuando huye de sus predicadores, digo, de sus depredadores.

Ahora, bienvenidos seamos a las jaulas de la muerte. Los halcones y los zopes comen cadáveres. Seguramente fueron entrenados por los gringos en la Escuela de las Américas. Entre ellos está uno más bien campechano; es el halcón peregrino, “el animal más rápido del planeta”, que en picada alcanza los 400 kilómetros por hora. No dice si es el más rápido para robar, lo cierto es que después de haber estado en las alturas vive enjaulado y aún conserva cierta arrogancia incomprensible.

En este instante, agárrese bien de mi brazo porque entraremos al tenebroso mundo de las serpientes, donde hay falsos corales, pitones y dragoncitos verdes. La cascabel es una serpiente de mal carácter: “Cuando se siente irritada o amenazada, truena vigorosamente” su chachal —o cascabel—.

La barba amarilla, solo en Guatemala, causa “más de mil mordidas serias al año, muchas de ellas fatales”. Es como la Policía Nacional, pero no tan nefasta.

Abortaremos aquí el paseo para almorzar en la Comiplaza Chapina, en pleno corazón del zoológico. Pido pollo frito. No es lo que se dice un banquete solidario. Habría preferido sesos de hipopótamo en vez de este pollo tieso, frío y viejo. Son Q30 y ni siquiera dan factura, al menos en la caseta 6.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

OPINIÓN

Inicia la era del fauno




Un día de 1990, un avión de carga despegó del Aeropuerto Internacional La Aurora hacia Miami. Era un DC6 que transportaba, se supone, arveja china. Recién elevado, soltó un chorro de humo negro de uno de sus cuatro motores y se inclinó como si fuera a volar verticalmente.


Era un soleado y hermoso sábado por la tarde. Yo todavía estaba en contacto radial con el piloto, pues recién lo había autorizado a despegar. Me dijo que se declaraba en emergencia. Le di estatus prioritario, con todas las consideraciones del caso; entre ellas, no autoricé a nadie más el despegue ni el aterrizaje e indiqué a otros pilotos que venían en vuelo que retornaran a sus aeródromos de procedencia. Recuerdo que uno de ellos insistió en sobrevolar Amatitlán, según él, “en lo que todo se solucionaba”, pero tuvo que regresar a la Costa. También se aproximaba un vuelo de Lacsa; venía de Costa Rica.

Yo era el jefe de turno en la torre de control, y mi compañero era el controlador Roberto Robles. En honor a la verdad diré que otro operador, Roberto Girón, no se presentó esa tarde, y años después mintió en una entrevista, diciendo que él “hubiera querido alargar una mano desde la torre” para que el avión no cayera.

El piloto intentó regresar por su lado izquierdo. Le indiqué que podía aterrizar de norte a sur o de sur a norte —en la pista 1 o en la 19—, según le conviniera, pues el viento estaba en calma, y le garanticé que ninguna aeronave se cruzaría en su trayectoria.

Antes de desplomarse el piloto me dijo algo, entrecortado, y hubo un grito en la cabina. Fue entonces cuando en un lugar de la zona 7 se levantó una columna de humo. Con un dolor bien presionado en mi pecho para evitar que se me saliera, seguí controlando. Aterrizó Lacsa, autoricé el despegue y aterrizaje de helicópteros, aviones pequeños y pesados. Descolgué los teléfonos porque nos llamaban de todas partes.

Al día siguiente tuve que escuchar varias veces la grabación, por lo que de nuevo oí el grito desgarrador del piloto —¿o del copiloto?—. Tuve que hacerlo para dar mi informe oficial ante la compañía estadounidense de seguros y las autoridades aeronáuticas. Fui felicitado por mi reacción. Sería absurdo jactarme de eso, pero sería tonto no decirlo. Sencillamente es una verdad, pero nadie sabe la impotencia que sentí aquellos días, y más cuando supe, meses después, que los afectados no serían indemnizados. Gente poderosa, extranjera y nacional, pisoteó la dignidad de personas indefensas. Murieron 26.

En 1995 vine a pedir trabajo a la sección cultural de Prensa Libre y renuncié al control aéreo. Mi pasado como controlador no abonaba en nada a la cultura artística, pero me favoreció que para entonces ya había publicado artículos periodísticos y críticas teatrales —bastante tóxicas, por cierto—. Era profesor en Letras. No era lo que se dice una ganga, pero me contrataron, y por eso siempre estaré agradecido. Aprendí periodismo aquí, en esta escuela, durante 16 años. Es momento de abandonar el edificio, pero escribiré en este espacio al que nombro La era del fauno, como uno de mis libros. Será un privilegio contar con su lectura sabatina.