sábado, 3 de diciembre de 2011

Un milagro por minuto/Reflexiones en torno a la salida de Silvio Belusconi


La Tierra es un bus conducido a 150 kilómetros por hora,
por pilotos ciegos y borrachos.

Juan Carlos Lemus

Renunció Silvio Berlusconi, ese pequeño Calígula moderno que fue tres veces primer ministro de Italia. Entre sus logros está el que haya salido judicialmente ileso de sus aventuras con prostitutas y menores de edad, además de que impulsó leyes racistas contra quienes consideraba “delincuentes extranjeros”. Es un tipo de cerebro genital; famoso por sus pretensiones de Playboy y porque se le ve en YouTube comiéndose asquerosamente lo que se saca de la nariz.

Como megalómano, no ha sido el único. Saparmurat Niyazov, por ejemplo, ex dictador de Turkmenistán, mando erigir una estatua con su imagen hecha de oro y material de meteorito, y sustituyó el nombre de algunos meses del año para ponerles el suyo y el de su madre.

Solo en un planeta tan absurdo puede suceder algo como esto: en 1921, en Nicaragua –nos dice William Krehm en su libro Democracia y tiranías en el Caribe- dos muchachos fueron cogidos in fraganti falsificando monedas de oro. Uno de ellos se llamaba Anastasio Somoza García y llegó a ser presidente de Nicaragua. El otro, Camilo González, fue su jefe del Estado Mayor. De igual calaña han sido Abdalá Bucaram, ex presidente de Ecuador conocido como el Loco; o el criminal paraguayo doctor Francia, dictador perpetuo que a sus 20 años abofeteó a su padre; era paranoide y en una de sus crisis mandó a fusilar a su sobrino y a su hermana –Roa Bastos lo describe ampliamente en su novela Yo, el Supremo-.

Visto así, Berlusconi no es más que un mocoso millonario y terrible, no menos abrupto e imprudente que el francés Nicolas Sarkozy. Nuestro mundo parece un autobús conducido por pilotos ciegos y borrachos, que lo llevan a 150 kilómetros por hora en un callejón sin salida. Tales líderes son peligrosos como los choferes de nuestros buses rojos. La única diferencia es que los primeros siguen un protocolo, beben champaña en sus orgías, usan corbatas de seda, tacones y blusas blancas, en tanto que los pilotos de la muerte montan en jaripeo a sus animales de hojalata que escupen humo tóxico, babean aceite y tienen las entrañas destartaladas.

Los choferes no hacen fiestas salvajes en burdeles exclusivos, pero exhiben autocomplacencia cuando agreden a personas indefensas, cruzan los semáforos en rojo, bloquean las intersecciones, maldicen a los ancianos y acosan a las muchachas. Lo más absurdo es que les pagamos a los dueños por que nos hagan todo eso, con un subsidio anual de varios cientos de millones de quetzales. El negocio no puede ser más sucio. En cuanto a las corbatas, también las pagamos.

A pesar de todo, esos buses son una prueba de que Guatemala es uno de los países del planeta en donde suceden más milagros. Cada minuto, cada persona que llega a salvo a su destino, es un milagro.

“No puedo reconciliarme con un mundo en el que un ademán puede costar la vida”, escribe Heinrich Böll en Billar a las nueve y media. Tiene razón. El mundo es absurdo, difícil e irreconciliable. Así sea en Alemania o en Panajachel, en Italia o en Ciudad Quetzal, los líderes y los choferes son paranoides como el doctor Francia y pueden agredir o mandar a matar a cualquiera si miran por el retrovisor ademanes que les disgusten.