JUAN CARLOS LEMUS
Héctor Gaitán tuvo un loro que hoy (11 de febrero del 2012) cumple nueve días de estar triste. Se llama Lucas Gaitán. Está deprimido y con razón. Vivió 30 años junto a su amo. “Qué tal vos”, le decía don Héctor cuando pasaba junto a él, en el patio, y Lucas respondía “Qué tal vos”.
Aquel hombre corpulento, moreno, de anteojos estilo años 1960, de joven bailó bastante mambo. Llegó exiliado a México en el 65. Vendió platería. Quiso hacerse torero. Se inscribió en la escuela taurina cuando tenía algo más de 20 años, pero comenzó a desarrollar una gordura desfavorable para arquearse ante los toros y tuvo que abandonar. Mantuvo, eso sí, la afición y algo de la jerga toda su vida, tanto que dos días antes de morir vio por televisión una corrida y uno antes dijo a Juan Pablo, su hijo: “Hoy sí, me dieron una cornada”. Murió a los 72, de cáncer en el intestino.
En diciembre pasado lo había recibido en el San Juan de Dios el doctor Puente, quien lo cuidó con la devoción que pone un celoso restaurador del patrimonio nacional. Se hizo lo que se pudo hasta que, finalmente, hoy hace nueve días lo reclamaron los aparecidos.
Algunos lo recordarán como a una persona seria. En realidad, era calculador, en exceso prudente y un poco tímido. Mas cuando tomaba confianza, carcajeaba con retumbo. Era una risa galana, sabrosa, con caja de resonancia entre la papada y el pecho. Al instante volvía a su seriedad habitual. Su voz procedía de un barranco tenor. Adentro de él hicieron nido los espantos. Entre todos pesaban 300 libras. En un templo budista oí decir que Buda era gordo porque se había comido los problemas del mundo. Héctor Gaitán se comió a los fantasmas del siglo XX. Los arrojaba con todo y alma en cada historia. Pero después de ser narrados, ellos volvían a metérsele porque adentro se sabían guarecidos. El Sombrerón, la Llorona, el Cadejo, la Siguanaba y los descabezados se le tambaleaban en el vientre, en una balsa, cuando caminaba bamboleándose, bastón en mano.
Cualquiera podría contar historias de ultratumba, pero don Héctor lo hacía con singular textura en la voz, con paladar popular, otorgando una perspectiva antropológica más que una historia, y un registro del folclor mestizo más que un escalofrío. Sus 28 libros, que tuvo el buen tino de apoyar siempre Jesús Chico, están cifrados en un lenguaje sencillo, sin pedantería ni cochambre, todo un estilo Gaitán.
Amante de los boleros, degustador del revolcado, las tiras y deliciosos atoles, tuvo buenos amigos, entre ellos, el cómico Capulina, el ovacionado torero Cordobés, Manuel Colom Argueta y José Ernesto Monzón. Cuando digo amigos, no digo conocidos de paso, sino grandes cuates, entrañables, como también lo fue toda su vida el cómico Rafael Hernández, Velorio.
Transmigrará en espanto. Lo veremos con su calvicie mesurada, su bastón y figura cónica caminando por su barrio, la Recolección. Se aparecerá frente a su casa, esa de amarillo descascarado que tiene afuera un hueledenoche y un limonar.
“Qué tal vos”, le digo a Lucas Gaitán, esperando que me responda como a don Héctor, pero el loro baboso me da la espalda y ronronea cual gato, juro que mirando hacia el altar donde está una foto de su difunto amo.