sábado, 30 de junio de 2012

Y vivieron felices/ A propósito de una encuesta de la New Economics Foundation que ubica a Guatemala en el top ten de la felicidad jajajajajajajajajajaja



Por Juan Carlos Lemus

La mayoría de personas ha tenido experiencias de felicidad y también la mayoría ha tenido, por lo menos una vez, deseos de suicidarse. Si usted se preocupó de que los demás se enteraran de eso -no de que fue feliz, sino de que en algún momento de su vida consideró la posibilidad de acabar con todo- tranquilícese, es un pensamiento más común de lo que cree. Lo que sucede es que provoca vergüenza aceptarlo.

En algunos casos, puede que sea algo que ocurrió allá por la adolescencia, cuando nuestros padres nos dijeron que no más parrandas y vimos directo hacia nuestras venas o a la viga del techo; también puede pasar en plena madurez, justo cuando se supone que uno es tan feliz como Balotelli goleando a Alemania. Lo que nos separa de quienes lo han hecho es poco menos que un impulso.

Los hippies eran felices, también lo son los neonazis, los indigentes y los opulentos. La Universidad de Harvard abrió en el 2007 un curso sobre la felicidad, pilotado por expertos en psicología positiva, una rama surgida en la década de 1990, aunque, como todas las ciencias, alega linaje aristotélico. Indaga en las cosas buenas del ser humano. Evado profundizar porque no soy experto en el tema ni me alcanzaría esta página, pero ellos aseguran que la felicidad estalla al final de estos 24 factores: curiosidad, capacidad de amar y ser amado, creatividad, generosidad, juicio, inteligencia social, deseo de aprender, perspectiva, justicia, templanza, perdón, ecuanimidad, modestia, prudencia, autocontrol, tenacidad, aprecio de la belleza, honestidad, gratitud, ilusión, esperanza, valentía, humor y espiritualidad. Con una sola que le falle es como andar con una llanta pache, ya con dos, mejor ni le digo.

La sabiduría popular es más práctica; una canción lo resume en salud, dinero y amor. Pero ahora resulta que ni siquiera el dinero nos hace felices. Al menos eso dicen quienes lo tienen. El cínico Diógenes, apodado perro, encontraba la razón de la vida en el desapego. Más o menos lo mismo que Buda, pero Diógenes, aunque sabio, era un tipo sucio que defecaba en público y escupía rostros.

Los guatemaltecos estamos en el top 10 del ranquin mundial de la felicidad, dice una encuesta de la New Economics Foundation. El estudio, venga de donde venga, así sea de Londres, la Rotterdam University de Holanda o de Estados Unidos, no puede ser más absurdo, ocioso y una frivolidad muy cercana a la estupidez. Digo cercana no porque casi llegue a serlo, sino porque lo es tanto que se pasa. Curiosamente, los países más pobres somos felices porque “permanecemos más en familia” y trabajamos con entrega. Léase: trabajen duro y stay home (no migren).

En una entrevista que le hizo el canario Juan Cruz a Umberto Eco (2008), el italiano dijo con su habitual puntería: “En la vida hay felicidades que duran 10 segundos, o incluso media hora (…). Alguien que es feliz toda la vida es un cretino”.

La psicología positiva recomienda escribir cosas buenas al final del día. Algo así como “hoy el coreano llegó de buenas”, “La camioneta llegó a su destino sin problemas”, “La gasolina bajó dos centavos”, “Conseguí buen frijol, barato”. Y así, viviremos felices por siempre jamás.

domingo, 17 de junio de 2012

¡Hey!, extranjero:

No siempre fuimos un país violento, plagado de criminales;

más bien, éramos benevolentes.


Por Juan Carlos Lemus


Quizás, usted ha creído que desde siempre hemos sido un país con graves problemas de violencia. No es así, todo lo contrario, hasta hace unas cuantas décadas éramos uno de los países más hospitalarios del mundo. Las puertas de nuestras casas permanecían abiertas, tanto para los visitantes como para las bocanadas de aire fresco con las que mitigábamos el calor de nuestras apacibles tardes.

Nos distinguía nuestra solidaridad. Éramos generosos, especialmente con los extranjeros a quienes hacíamos sentir como en familia. Cuando en la calle nos preguntaban una dirección, aunque fuéramos apresurados nos deteníamos a dar explicaciones detalladas, más o menos como estas: “Siga dos cuadras, al llegar a la farmacia, cruce a la izquierda y se va recto, recto, hasta el mercadito; pero, si quiere, mejor lo acompaño”. Y lo llevábamos.

Comíamos pan saludable y lo compartíamos con desconocidos. Era normal que nos detuviéramos en cualquier casa para pedir un vaso de agua. Nuestros niños corrían entre los barrancos, viajaban solos en los buses, trepaban a los árboles y jugaban escondite en los callejones.
Usted, extranjero, si cree que Guatemala siempre ha sido tierra donde algunas bestias cortan la cabeza a otros y que nacimos pandilleros, se equivoca. Antes, la noticia de un robo nos duraba quince días. Es más, si alguien había robado, sentíamos vergüenza de esa persona, y ella, a su vez, sentía pena y difícilmente nos daba la cara cuando la veíamos en la calle.

Algunos ancianos recuerdan cuando la Policía los despertaba en la noche, solo para avisarles que habían dejado abierta la puerta de su casa. No éramos santos, pero sabíamos quién era el ladrón del barrio, quién vendía droga, quiénes eran gentes malas y quién andaba armado. Mi abuela Josefina me contaba cómo ella misma zangoloteó de la oreja a un carterista. Muchos tenemos anécdotas similares.

Éramos pacíficos. ¿Qué pasó? Mire, esas cosas suceden poco a poco. Algunos abusaron de nuestra hospitalidad. No nos dimos cuenta en qué momento dejamos de dar los buenos días y comenzamos a maldecirnos. Una de las razones es que fuimos gobernados por criminales a lo largo de un siglo -algunos de ellos graduados con honores en el extranjero-, que nos infundieron miedo a la vida y sumisión a la autoridad; súmele 500 años de racismo y discriminación. ¿Que por qué no nos sublevamos? Porque fíjese que nos dividieron y nos mataron, por eso. También nos hizo pedazos el conflicto armado, las dictaduras, los fraudes electorales, la CIA y la explosión demográfica sin un aumento proporcional en educación. Y bueno, esas cosas nos hicieron cambiar. Pero aunque fingimos que somos fríos, en el fondo todavía somos bondadosos, lo que sucede es que tenemos miedo, vergüenza, frustración y lo manifestamos con ira.

Muy probablemente, antes de venir al país usted sintió pavor. Su familia se quedó rezando porque se venía a un territorio de asesinos, al infierno. Pero, ya ve, ha encontrado amigos, a personas sencillas y amables. Por eso, si alguna vez nos juzgó, mejor cállese y alégrese de que su país no padece de estos males, y ruegue porque jamás los tenga porque, créame, esas cosas llegan sin que uno las pida.

Qué te pasó, Pollo Campero

Venturas y desventuras de un saborque se disipó al calor de los años.


Por Juan Carlos Lemus

Véalo. Ante mi nariz lo tengo, magullado y triste como si lo hubiesen sacado a empujones del gallinero. Este capón más parece una flaca paloma de la Catedral. Pierna y pechuga lucen magras. Al herirles la parte gorda para encontrar dentro algo de aquel aroma con el que nació en los setentas, aparece una carne pálida, humeante, inodora, sin amor culinario alguno, como si solo se hubiera cumplido con un requisito de cocción.

Algo en este platillo no está bien y estoy seguro de que no es un error de los cocineros, meseros ni gerentes, todos personas tan esmeradas y amables. El problema tiene que venir de la parte alta de la cascada, del pico del cuadril. Y no me refiero a un pleito personal de la familia Gutiérrez –eso no me interesa a la hora de meter este tenedor-, sino a la falta de tino empresarial. O para mejor decirlo: se durmieron en sus laureles.

Pero vamos por piezas, como diría un cocinero. El gran hallazgo culinario urbano de la segunda mitad del siglo XX se llamó Pollo Campero. Su fragancia se colaba por los callejones, casas y autobuses. Era un deleite consumir un pollo distinto al que nos vendían en los mercados o nos cocinaban en casa. Nuestros paisanos que viajaban a Estados Unidos abordaban el avión con un par de cajas. Era el favorito, sin duda.

Traigo a la mesa el tema en honor a los cientos de miles de familias que lo consumen y gastan buena parte de su salario en un pollo que hace años dejó de ser apetitoso. Sus dueños deberían revisar con honestidad el porqué y en qué momento se perdió la mística y el registro de paladar que descubrieron cuando lo lanzaron al mercado. Si cambiaron la fórmula para acelerar la producción, recuerden que sus clientes merecen más calidad y justicia de compra venta.

Una lógica bastante amañada nos dice que si el producto no fuera bueno, no se consumiría. Es cierto que, a pesar de todo, Campero es un poco mejor que esos pollos desabridos que ofrecen McDonald’s o Burger King, por ejemplo, pero ese no es un signo de exquisitez para un producto que tuvo la oportunidad de permanecer como una célebre invención gastronómica urbana.


Su expansión por el mundo demuestra éxito económico, pero su verdadero triunfo será devolverle aquel sabor que perdió hace años, más ahora que esa cadena de restaurantes anunció que cambiará su imagen y fachada, ampliará el menú y modificará su logotipo. Más valdría la pena que lo cocinaran de mejor manera; recuerden que si es “tan guatemalteco como tú” -según su eslogan-, muchos querríamos que se nos representara con más estima, de lo contrario, mejor harían en excluirnos de tan honrosa dedicatoria.


No sé cómo lo saborearán nuestros paisanos en el extranjero, pero aquí es cada vez menos tierno, nada jugoso y más grasiento que crujiente. Quienes fuimos adictos a él, a su toque tan único y sorprendente, hoy sentimos algo parecido a lo que una hincha de la Barbie experimenta cuando ve a esa muñeca recostada en cualquier tienda de 9.99.

El grupo empresarial que lo maneja debería acudir, con toda su familia, a uno de sus propios restaurantes, pedir el menú –les recomiendo el puré, la hamburguesa y una pechuga-, hacer su orden y… A disfrutar se ha dicho.

Nuestro aeropuerto






Juan Carlos Lemus

El aeropuerto no es solo la terminal aérea y la pista, como suele pensarse. El edificio es la parte visible de un complejo más técnico, gigantesco y organizado.  Es como comparar una casa con una ciudad. El fundamento de un aeropuerto internacional –es el caso de La Aurora- son sus espacios aéreos controlados, zona de control, pista, radio ayudas, luces de aproximación, calles de rodaje, intersecciones, rutas aéreas, procedimientos de aproximación y de salida, descensos mínimos, etcétera, etcétera.

Digo esto a propósito de que estamos en época de lluvia, en consecuencia, el ejercicio profesional de los pilotos se hace más complicado. No digo riesgoso, porque no es así, sino difícil porque se reduce la visibilidad y se incrementan los vuelos por instrumentos, a diferencia de la mayor parte del año cuando predominan los vuelos visuales.  Para favorecer al tránsito frente al clima, los servicios en tierra deberían ser óptimos. Por ejemplo, en casi todos los aeropuertos del mundo hay salidas de alta velocidad para que cuando un avión aterriza desaloje inmediatamente la pista. Pero en el nuestro no solo no existe esa posibilidad, sino que la única calle de rodaje no es la más adecuada para un estatus internacional. Veamos por qué. Cuando una aeronave pesada despega o aterriza en La Aurora, no debe haber otra similar rodando paralelamente a la pista. Es como decir que dos camiones no pueden transitar al mismo tiempo en sentido contrario, aun si utilizan distinta mitad de la carretera.  Las normas exigen  cierta separación entre las alas, y como en nuestro aeropuerto no se da esa condición, siempre que rueda por esa calle un avión, digamos un B757 o un Airbus, no debe usar la pista otro similar. Eso complica la fluidez y las demoras generan altos gastos de combustible.

Otro problema de la calle de rodaje es algo tan absurdo y semejante a lo que pasa en las calles de la capital cuando llega el invierno y la Municipalidad manda parchar los parches mientras  los vehículos son desviados. Eso crea congestionamiento.  Esas reparaciones –más bien chapuces-  se abren al poco tiempo porque el material no es de calidad. En aeronáutica, el equivalente es que los aviones tienen que rodar sobre la pista en tanto son reparadas las grietas de la calle de rodaje; obviamente, en ese momento nadie puede aterrizar ni despegar y el costo de sobrevuelo de las aeronaves se incrementa. Aun si los controladores dan prioridad –como tienen que darla- a quienes están  en vuelo, los afectados son los que están en tierra esperando rodar.

Algo peor: en La Aurora, las aeronaves de ancho fuselaje no pueden rodar nunca sobre la calle de rodaje, por lo que después de que aterrizan tienen que regresar sobre la pista para ir al muelle asignado; lo mismo si se dirigen a la cabecera para despegar, lo hacen sobre la pista. Mientras tanto, aviones pequeños o grandes deben sobrevolar o disminuir su velocidad para aproximarse hasta que la pista esté libre. Los afectados, de nuevo, son las empresas por el excesivo gasto de combustible, los pilotos y los controladores. Por ahora he citado solo tres problemas, pero hay otros más graves. (Continúo el próximo sábado)