Por Juan Carlos Lemus
Véalo. Ante mi nariz lo tengo, magullado y triste como si lo hubiesen sacado a empujones del gallinero. Este capón más parece una flaca paloma de la Catedral. Pierna y pechuga lucen magras. Al herirles la parte gorda para encontrar dentro algo de aquel aroma con el que nació en los setentas, aparece una carne pálida, humeante, inodora, sin amor culinario alguno, como si solo se hubiera cumplido con un requisito de cocción.
Algo en este platillo no está bien y estoy seguro de que no es un error de los cocineros, meseros ni gerentes, todos personas tan esmeradas y amables. El problema tiene que venir de la parte alta de la cascada, del pico del cuadril. Y no me refiero a un pleito personal de la familia Gutiérrez –eso no me interesa a la hora de meter este tenedor-, sino a la falta de tino empresarial. O para mejor decirlo: se durmieron en sus laureles.
Pero vamos por piezas, como diría un cocinero. El gran hallazgo culinario urbano de la segunda mitad del siglo XX se llamó Pollo Campero. Su fragancia se colaba por los callejones, casas y autobuses. Era un deleite consumir un pollo distinto al que nos vendían en los mercados o nos cocinaban en casa. Nuestros paisanos que viajaban a Estados Unidos abordaban el avión con un par de cajas. Era el favorito, sin duda.
Traigo a la mesa el tema en honor a los cientos de miles de familias que lo consumen y gastan buena parte de su salario en un pollo que hace años dejó de ser apetitoso. Sus dueños deberían revisar con honestidad el porqué y en qué momento se perdió la mística y el registro de paladar que descubrieron cuando lo lanzaron al mercado. Si cambiaron la fórmula para acelerar la producción, recuerden que sus clientes merecen más calidad y justicia de compra venta.
Una lógica bastante amañada nos dice que si el producto no fuera bueno, no se consumiría. Es cierto que, a pesar de todo, Campero es un poco mejor que esos pollos desabridos que ofrecen McDonald’s o Burger King, por ejemplo, pero ese no es un signo de exquisitez para un producto que tuvo la oportunidad de permanecer como una célebre invención gastronómica urbana.
Su expansión por el mundo demuestra éxito económico, pero su verdadero triunfo será devolverle aquel sabor que perdió hace años, más ahora que esa cadena de restaurantes anunció que cambiará su imagen y fachada, ampliará el menú y modificará su logotipo. Más valdría la pena que lo cocinaran de mejor manera; recuerden que si es “tan guatemalteco como tú” -según su eslogan-, muchos querríamos que se nos representara con más estima, de lo contrario, mejor harían en excluirnos de tan honrosa dedicatoria.
No sé cómo lo saborearán nuestros paisanos en el extranjero, pero aquí es cada vez menos tierno, nada jugoso y más grasiento que crujiente. Quienes fuimos adictos a él, a su toque tan único y sorprendente, hoy sentimos algo parecido a lo que una hincha de la Barbie experimenta cuando ve a esa muñeca recostada en cualquier tienda de 9.99.
El grupo empresarial que lo maneja debería acudir, con toda su familia, a uno de sus propios restaurantes, pedir el menú –les recomiendo el puré, la hamburguesa y una pechuga-, hacer su orden y… A disfrutar se ha dicho.