miércoles, 7 de septiembre de 2011

OPINIÓN

Inicia la era del fauno




Un día de 1990, un avión de carga despegó del Aeropuerto Internacional La Aurora hacia Miami. Era un DC6 que transportaba, se supone, arveja china. Recién elevado, soltó un chorro de humo negro de uno de sus cuatro motores y se inclinó como si fuera a volar verticalmente.


Era un soleado y hermoso sábado por la tarde. Yo todavía estaba en contacto radial con el piloto, pues recién lo había autorizado a despegar. Me dijo que se declaraba en emergencia. Le di estatus prioritario, con todas las consideraciones del caso; entre ellas, no autoricé a nadie más el despegue ni el aterrizaje e indiqué a otros pilotos que venían en vuelo que retornaran a sus aeródromos de procedencia. Recuerdo que uno de ellos insistió en sobrevolar Amatitlán, según él, “en lo que todo se solucionaba”, pero tuvo que regresar a la Costa. También se aproximaba un vuelo de Lacsa; venía de Costa Rica.

Yo era el jefe de turno en la torre de control, y mi compañero era el controlador Roberto Robles. En honor a la verdad diré que otro operador, Roberto Girón, no se presentó esa tarde, y años después mintió en una entrevista, diciendo que él “hubiera querido alargar una mano desde la torre” para que el avión no cayera.

El piloto intentó regresar por su lado izquierdo. Le indiqué que podía aterrizar de norte a sur o de sur a norte —en la pista 1 o en la 19—, según le conviniera, pues el viento estaba en calma, y le garanticé que ninguna aeronave se cruzaría en su trayectoria.

Antes de desplomarse el piloto me dijo algo, entrecortado, y hubo un grito en la cabina. Fue entonces cuando en un lugar de la zona 7 se levantó una columna de humo. Con un dolor bien presionado en mi pecho para evitar que se me saliera, seguí controlando. Aterrizó Lacsa, autoricé el despegue y aterrizaje de helicópteros, aviones pequeños y pesados. Descolgué los teléfonos porque nos llamaban de todas partes.

Al día siguiente tuve que escuchar varias veces la grabación, por lo que de nuevo oí el grito desgarrador del piloto —¿o del copiloto?—. Tuve que hacerlo para dar mi informe oficial ante la compañía estadounidense de seguros y las autoridades aeronáuticas. Fui felicitado por mi reacción. Sería absurdo jactarme de eso, pero sería tonto no decirlo. Sencillamente es una verdad, pero nadie sabe la impotencia que sentí aquellos días, y más cuando supe, meses después, que los afectados no serían indemnizados. Gente poderosa, extranjera y nacional, pisoteó la dignidad de personas indefensas. Murieron 26.

En 1995 vine a pedir trabajo a la sección cultural de Prensa Libre y renuncié al control aéreo. Mi pasado como controlador no abonaba en nada a la cultura artística, pero me favoreció que para entonces ya había publicado artículos periodísticos y críticas teatrales —bastante tóxicas, por cierto—. Era profesor en Letras. No era lo que se dice una ganga, pero me contrataron, y por eso siempre estaré agradecido. Aprendí periodismo aquí, en esta escuela, durante 16 años. Es momento de abandonar el edificio, pero escribiré en este espacio al que nombro La era del fauno, como uno de mis libros. Será un privilegio contar con su lectura sabatina.