jueves, 24 de noviembre de 2011

No, gracias



Una braza puede incendiar un bosque;
gota a gota se llena un océano.

Juan Carlos Lemus


Según la metafísica, cada átomo funciona de igual manera que el Sistema Solar. Ciertas leyes hacen que la vida gire alrededor del Sol y que cada electrón lo haga alrededor de un núcleo atómico. Por eso, cada vez que un niño nos estafa en una calle del Centro Histórico o en los alrededores de un estadio, es el pequeño indicio de que algo anda gravemente mal en toda la sociedad.

Tres personas calientan el fuego de ese tipo de estafa. El niño, porque nos engaña, el estafado –quizás, usted o yo- porque no lo evitamos y el sistema de justicia porque permite que ese cuadro suceda.

Mi argumento parecerá débil porque nadie se cree tan tonto como para dejarse estafar por un niño. Pero vamos a la escena del crimen. Usted va de paseo, en su vehículo y encuentra un sitio donde parquearse en la calle. Mientras retrocede y avanza, tratando de colocarse, ese niño –o una señora con delantal- le da instrucciones con la mano mientras le dice “Dele, dele, seño, ahí nomás”.

Usted se baja y hacen el negocio: le cuidarán su auto a cambio de unos quetzales, pero bien sabe que nadie se lo cuidará, que no les importa que se lo rayen, que se lo choquen o se lo lleven entero. Nunca veremos a esa señora rodando por el suelo, fajándose a golpes con un ratero porque lo atrapó quebrándole un vidrio. La verdad es que el estafado suele pagar con la esperanza de que no le hagan daño. Eso también es una extorsión. En nuestro escenario, esa señora igual puede ser un anciano o algún muchacho. Son personas que obstruyen los espacios públicos con cajas de aguas o bancos plásticos y pueden incluso mandar a golpear a la persona que no les da dinero.

Podemos justificarnos diciendo que tres o cinco quetzales no son nada -peor es un ojo morado-, pero la conciencia nos grita que nos dejamos engañar, como siempre. Hundidos en la descomposición social, a fuerza de pequeños miedos nos vamos hinchando de ira. Gota a gota se llena un océano. Igual, es posible que rematemos con quienes no representen para nosotros una amenaza. Y el círculo de miedo y agresividad se fortalece. Recuerde que lo pequeño es un mapa de lo enorme.

La solución está en decir dos palabras muy sencillas que generalmente se nos quedan trabadas en la garganta, porque cuesta mucho pronunciarlas: “No, gracias”. El problema se complica porque si usted se niega, no se va tranquilo al estadio, al concierto de música o a la procesión. Pero, aunque pague, es posible que cuando llegue a su carro lo encuentre hasta sin batería. Aún así, volverá a pagar. No es para tanto.

La destrucción emocional ante la vida no viene solo de los grandes líos nacionales, también las pequeñas gripes crean pulmonía. Es probable que ese tipo de estafa, más otros problemas como el humo negro de las camionetas contribuyan a crear, poco a poco, a un guatemalteco furioso e inesperadamente violento. Una bomba siempre a punto de estallar. Más convendría avanzar con más coraje y decir “no, gracias”, en lugar de tragarnos cada insatisfacción.

Se corre un gran riesgo, claro, pero hay una frase muy sabia que dice: “El que se arriesga, puede perder, pero el que no se arriesga, ya está perdido”.